En la oficina de reclutamiento de la Royal Army Medical Corps anotaron con admiración en la lista de voluntarios el nombre de Leigh Richmond Roose, el guardameta galés que se había ganado el apodo de ‘Príncipe de los Porteros’. Era una leyenda del fútbol inglés, internacional 24 veces con Gales y que había defendido la portería de Stoke City, Aston Villa, Sunderland, Arsenal… Su cuerpo fue uno de los muchos que nunca se encontraron entre el casi medio millón de soldados británicos que perecieron en la batalla del Somme, la que provocó entre el 1 de julio y el 18 de octubre de 1916 más de un millón de víctimas.
Roose nació en el seno de una familia presbiteriana en Holt, una ciudad medieval del norte de Gales, el 27 de noviembre de 1877. Allí, el fútbol siempre estuvo por encima del rugby y la espigada y atlética figura de Roose le llevó a colocarse bajo palos. Llamó pronto la atención por sus agilidad, sus reflejos… y porque sólo en días en los que el frío era extremo jugaba con guantes. Para él, el puesto de portero, al contrario que para el resto, no se limitaba a quedarse bajo palos esperando. Antes de que la FIFA limitara en 1912 al área grande la zona en la que el portero podía tocar el balón con las manos, era habitual ver a Roose llegar con la pelota botando hasta el medio campo para iniciar el ataque de su equipo. De hecho, su habilidad en esa faceta hizo que los rivales del Sunderland presionaran hasta que en agosto de 1912 se modificó la octava regla del juego.
‘El Príncipe de los porteros’ se convirtió en todo un personaje del fútbol inglés. Era capaz de blocar disparos violentísimos sin usar las manos utilizando sólo las rodillas y se convirtió en un experto en parar penaltis con su ritual de batirse las manos antes del lanzamiento para quedarse después inmóvil con los ojos clavados en el lanzador. Su carrera comenzó en el modesto Aberystwyth Town, pero acabó convirtiéndose en, posiblemente, la primera estrella mediática del fútbol británico.
Al estallido de la Primera Guerra Mundial tenía ya 37 años y el fútbol comenzaba a formar parte de su pasado. Sus estudios de medicina negaron su deseo de alistarse directamente en el Regimiento de Galeses y acabó siendo destinado en un hospital de campaña en Galípoli, en los Dardanelos. En su libro ‘Perdidos en Francia’, Spencer Vignes cita una carta de Roose a George Holley, compañero de equipo en el Sunderland: “Si es verdad que en este planeta existe el infierno, entonces está aquí”. Su decisión de alistarse le enfretó con su padre, ya que Richmond Roose era un pacifista declarado. Su madre había muerto a causa de un cáncer cuando Leigthon tenía solo cuatro años.
En la retirada caótica de los aliados de la península turca de Galípoli, a Roose se le dio por muerto o desaparecido. Así se le explicó en una carta con el sello Real a su familia, que por mucho que preguntó no encontró más respuestas. Sin embargo, el portero que había jugado sus últimos partidos en el Arsenal había regresado a Inglaterra y su destino inmediato fue el Regimiento de Fusileros y Somme. Un error de un taquígrafo, que anotó Rouse en vez de Roose, había borrado su rastro en el caos de la huída de Turquía.
En la primera semana de agosto, Roose llegó a Pozièrs. Allí se inició un brutal enfrentamiento contra las posiciones alemanas. Al mando del mayor Coxhead, Roose fue promocionado a cabo y recibió la Medalla Militar. Su valor se convirtió en leyenda en las trincheras y el arrojo del soldado identificado con la placa 10898 asombró a sus superiores. Todo ello a pesar de sufrir el mal del pie de trichera, una infección provocada por la humedad, el frío y la falta de higiene en el frente.
Entre combate y combate, sus anécdotas de fútbol servían de distracción a sus compañeros de armas, muchos verdaderos críos. Leigh las tenía de todo tipo: desde su mítico jersey negro y verde para los partidos que decía no lavar nunca, a cuando antes de un Irlanda-Gales en Dublín apareció ante la prensa que le esperaba en la estación de tren con la mano vendada asegurando que tenía varios dedos dañados, noticia que corrió por Dublín y que alarmó a sus compañeros de equipo hasta que le descubrieron por la cerradura de la habitación quitándose el vendaje. A esas horas las apuestas ya daban por vencedores seguros a los irlandeses. Gales venció por 3-2 con su portero como estrella.
A principios de octubre de 1916, la 36 brigada de los Royal Fusiliers fue de nuevo activada para el combate. El 7 de octubre se da la orden de ataque. Los alemanes hacía días que intuían que algo importante se preparaba al otro lado. Los testigos del asalto narran en el libro de Vignes que vieron a Roose saltar de la trinchera y después desaparecer en el cráter abierto por un obús sin saber si estaba herido o lo hacía para protegerse de las balas alemanas. Nadie más volvió a verle.
En la ciudad de Thiepval, que ocupa hoy el centro de lo que fue la carnicería de Somme, hay un monumento con el nombre de los 72.000 británicos de los que no volvió a saberse nada. Aparece el cabo Rouse, que no es otro que Leigh Richmond Roose, el portero galés que a principios del siglo XX era una de las 10 caras más populares de Londres, un hombre de un éxito innegable en sus conquistas amorosas hasta ser considerado en 1905 el soltero más codiciado de Inglaterra, futbolista al que la FA sancionó durante dos semanas por golpear a un directivo del Sunderland cuando era jugador del Stoke City porque en la comida posterior al partido se dedicó a insultar y burlarse de sus rivales, el que cuando su equipo atacaba se dedicaba a hacer gimnasia apoyándose en el larguero para deleite del público, una lengua tan afilada que los ingleses le acusaron de ir contra las reglas del deporte y, sobre todo, un hombre entre el millón que se dejó la vida en la batalla que pasó a la historia como ejemplo de la brutalidad humana.
Fuente y fotografias del reportaje: http://www.marca.com
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